—¿Estás seguro de lo que has hecho?
—No lo sé, pero es lo que al final he hecho.
Cuando le conté a Mara la mañana siguiente que le dije a Roberto que se quedase, creyó que me había vuelto. Poco después me dijo que yo era libre de lo que hacía y de quien tendría que asumir consecuencias. Finalmente su mirada acabó convirtiéndose en una mezcolanza de pena y empatía.
—Le he dicho que venga a la barbacoa de hoy.
—Pero aquí no hay nadie que sepa que tú eres...
La miré con cara de extrañeza. Qué pasaba si se enteraban de que era homosexual. Al fin y al cabo, eso no iba a cambiar mi forma de ser.
—Leo, no me mires así. Estamos en un pueblo en medio de la nada. Ésto no es Madrid. Por mucho que tengan tu misma edad, no han dejado de criarse en un pueblo. La mayoría de ellos apenas han salido de aquí. Nunca sabes cómo puede reaccionar la gente, algunos puede que al principio no te quieran dirigir la palabra y otros que no quieran ni estar a tu lado.
—Tienes razón, pero ahora mismo Roberto y yo somos tan sólo amigos. No deben por qué saber nada.
—Sólo amigos, pero de momento.
—No me voy a liar con él y mucho menos delante de todo el mundo, ¿Vale?
—Vale, vale. ¡No te pongas así tigretón!
Me reí. Su postura parecía la de una persona que acababa de ser apuntada por un arma.
—Bueno, venga. Vamos ya al merendero que tengo que llevar el carbón para la barbacoa.
—Ve tú sola. Tengo que esperar a que venga Roberto.
—¿Cómo? ¿Me vas a dejar ir sóla? A ver si me van a hacer algo, que soy una muchacha de buen ver...—me miró con cara de perrito triste para darme pena.
—Anda, que él no conoce el pueblo. Tú te has criado aquí y la mayor amenaza que puedes tener es la de un viejo verde con poca fuerza para mantenerse en pie y menos para aprovecharse de una chica con tal mal genio como tú.
—Qué encantador eres cuando quieres—dijo con tono sarcástico—. Me voy ya, que Micael traía sardinas y el fuego tendrá que prepararse antes de que llegue.
—¿Viene Micael?
—Como siempre. Es muy raro, pero es muy majo y siempre sale con nosotros si ya lo sabes. Bueno me voy, ahora nos vemos.
Salió de casa y ni la saludé. Me quedé paralizado al oír su nombre. No sé lo que me pasaba con él aún. Nunca me había enamorado de un heterosexual ni nada así. Él tenía algo que me seguía resultando irresistible y cada vez lo era más. Obviamente, no estaba enamorado, pero era una sensación nueva que no sabría definir. No era sólo apetencia física, sino algo más que se quedaba parado en un punto, ya fuese por locura o por la poca cordura que me quedaba.
Sin darme cuenta y aún sumergido en mis pensamientos sin motivo de ser, Roberto llamó a la puerta.
—¿Qué haces así vestido?—le miré atónito. Vestía bermudas negras ceñidas, zapatos blancos y camisa beis.
—Lo primero que se suele decir al ver a alguien es Hola. ¿Qué pasa con cómo voy vestido?
—Vamos de barbacoa, te lo dije...
—Sí, pero yo no me voy a poner donde el fuego.
—Ya, pero vamos al campo a comer y tú te has puesto un modelito que se mancha con mirarlo.
—¿Vamos al campo?—me miró como si le hubiese dicho que el presidente había muerto— Creía que sería en algún chalet.
No me pude contener la risa. Cómo podía ser así. Allí sólo había pequeñas casas de adobe. No sé dónde creería que había algún chaletazo para fiestas. Ese despiste e incredulidad, me parecía tierno al venir de él.
—No pasa nada. Vámonos. Ya debe estar casi toda la gente allí.
Cuando llegamos, ya estaban allí todos a punto de comer, así que fue una presentación para muchos espectadores. Le presenté como un "amigo" que había venido de Madrid para pasar unos días.
Le miraron con cara de como si fuese un bicho raro. La verdad es que allí estaba totalmente fuera del cuadro con las pintas que llevaba.
La comida fue bien. Bastante desenfadada. Ya me había acostumbrado a hablar con esas caras y Roberto no tardó a empezar a familiarizarse en aquel ambiente. Él siempre fue el sociable de la relación.
—Micael, me gustan mucho las sardinas que has traído, están riquísimas.
—Gracias, Leo—me contestó desde el otro punto de la mesa.
Ese Gracias me sentó como una patada en el estómago. Era la típica respuesta para quedar bien. En toda la comida sólo me miró cuando llegamos Roberto y yo. Además, siempre me dedicaba una de sus sonrisas. A aquel Micael parecía pasarle algo.
—Me voy detrás de los árboles que me estoy meando—me dijo Roberto mientras se levantaba. Asentí al escucharle.
Por desgracia, la comida fue bien hasta que oímos un grito. Era de Roberto. Fuimos corriendo hasta que llegamos a verle. Se había tropezado con una piedra. Era lo más normal al ir en zapatos por allí. Se había hecho una herida en la pierna y le estaba sangrando, así como otra más pequeña que se había hecho en el brazo.
—Soy un torpe—soltó arrepentido cuando le vimos tirado en el suelo.
—Tranquilo—me ayudaron a levantarlo y le puse uno de sus brazos sobre mis hombros para que se apoyase.
Nos quisieron acompañar, pero les dije que no se preocupasen. Valdría con curarle la herida en mi casa y para eso no se necesitaba una banda de veinte personas.
Cuando llegamos al punto del merendero, vi a Micael de nuevo. No sé lo que le pasaría, pero era el único que no se había movido al oír el sonoro grito. Estaba preocupado por él.
No me paré. Roberto necesitaba un poco de relax después del golpetazo. Cuando antes estuviésemos en mi casa, antes estará tranquilo.
Obviamente, sólo le quería curar las heridas y nada más, o eso creía. En menos de diez minutos ya estábamos en mi morada.
Le eché agua oxigena en la pierna primero.
—¡Joder, no me eches eso, que pica!
—Anda calla quejica, que es agua oxigenada para desinfectarte las heridas—subí la cabeza y le sonreí. Él, aunque envuelto en su papel de tullido por una simple pupa, paró su interpretación para devolvérmela.
—Siempre has acabado cuidando de mí...
—Lo tenía que hacer alguien.
—Sí, pero lo hiciste tú.
No le contesté. Me limité a curarles las dos heridas y a ponerle una tirita en el brazo y una venda en la pierna. Cuando acabé, fue cuando volví a mirarle.
Estaba mirándome fijamente.
—Lo siento mucho, no te merecías lo que te hice.
—Roberto, déjalo ya, lo hecho está hecho y no hay que darle más vueltas.
Fui a levantarme del suelo cuando me cogió del brazo.
—Por favor, deja que lo demuestre.
Sin poder remediarlo, cuando quise darme cuenta me estaba besando. Continué el beso. Me tumbó en el sofá y empezamos a sentirnos, a besarnos, a sumirnos en nosotros mismos como los viejos tiempos.
Le necesitaba. Me odié a mi mismo por haber pensado más de una vez en repetir esos actos con él, pero en ese momento mi cohete había despegado y sólo quería sentir su desnudez y su placer sobre mi cuerpo.
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