jueves, 11 de abril de 2013

Toque de queda



Las madres llamaban a sus hijos para que fuesen a casa. Los ancianos y demás personas se recogían en sus hogares. La calle quedó vacía, intacta, como si permaneciese virgen a movimiento rutinario de las gentes. El toque de queda llegó y el ruido se apagó como si se hubiese golpeado a un interruptor.

No tardó en pasar por la gran avenida de la ciudad una serie de hombres con el uniforme militar y sus motos negras con el escudo del régimen: Dos grandes águilas negras rodeadadas por un círculo rojo. Los motores de esos vehículos rugían como si de grandes caballos se tratasen. Ni los animales se atrevían a mostrarse por allí. El miedo que emanaban aquellos individuos se podían percibir a kilómetros de distancia.

—Esperad un momento—Dijo quien parecía el cabecilla del grupo. Un hombre corpulento de rasgos caucásicos—, creo que he oído algo que venía de allí.

Se trataba de un estrecho callejón donde no había farolas para alumbrar y se encontraba totalmente oscuro. El grupo completo le siguió hacia allí, con pasos fuertes producidos por las robustas botas que vestían. El dirigente giró la cabeza al escuchar un ruido detrás de un contenedor.

—¿Quién hay ahí?—Gritó antes de acercarse más.

Nadie le contestó, sacó una linterna y llegó al final hasta el punto desde donde provenía aquel ruido. Alumbró hacia un rincón donde se juntaba una valla y una pared de ladrillos de uno de los edificios contiguos. Allí había un hombre con una manta de lana, atemorizado en un rincón.

—Vaya, vaya…—Le dijo con aires de grandeza— si tenemos aquí a un renegado…

—Señor—Comenzó el mendigo a hablar, arrepentido—, sólo soy un humilde mendigo que no tiene dónde pasar la noche…

—Son las doce de la noche ¿Sabes a qué hora comienza el toque de queda?

—Sí, señor, a las diez.

—¿Y qué coño haces en la calle a esta hora?—Empezó a vociferar—¡Estás burlando las órdenes de nuestro líder!

El vagabundo continuaba allí tirado, con demasiado miedo como para levantarse o intentar salir corriendo.

—No por favor, no me malinterprete—Titubeaba—. Como le he dicho no tengo dónde ir, tan sólo un humilde mendigo que perdió su trabajo, no tengo ni comida. Respeto a El líder como el que más, pero no puedo dormir en otro lado que no sean estas calles.

—Así que no tienes dinero ni para comer, ¿Verdad?

—Así es señor…—asintió el hombre.

—¿Entonces cómo has comprado esa botella?—Señaló una botella de vodka que intentó esconder malamente.

—¿Eso?—El indigente se alarmó—Es para entrar en calor señor, hace mucho frío…

—¿Y cómo lo has conseguido si no tienes dinero ni para comer?

No contestó. Se quedó con los ojos bien abiertos. No sabía ya qué poder contestar. El cabecilla hizo un gesto a sus chicos. Éstos se avalanzaron sobre el hombre, cogiéndolo de los hombros.

—¡Puto borracho! ¡La has robado! ¡Eres basura!—Le gritó al agarrado preso— ¡Y la basura tiene que estar con la basura!

Los muchachos, entendiendo lo que quería decir, abrieron la tapa del contenedor y tiraron al indigente dentro.

—Jimmy—Llamó a unos de sus secuaces—, coge la botella de whisky que tenía el desgraciado éste y toma esto— Puso en su mano una caja de fósforos—. A ver qué se te ocurre.

—Sí, señor comisario—Contestó con una sonrisa maquiavélica.

Se acercó a la basura donde estaba el mendigo que había perdido el conocimiento. Pero cuando el tal Jimmy empezó a echar sobre él el alcohol de su botella, se despertó. No sabía muy bien lo que iba a hacer hasta que le vio encender una de las cerillas que le habían dado.

—¡NO! ¡POR FAVOR, NO!—Imploraba con lágrimas. El terror más profundo se apoderó del pobre.

—Eres escoria en la tierra de nuestro líder. No te mereces vida terrenal…

Con completa tranquilidad tiró la cerilla. Se formó una llamarada, quemando todo lo que había en el contenedor, incluido el mendigo, a quien sólo se le escuchó un corto grito agónico, pues el fuego no tardó en calcinarle.

El comisario ya se había ido a la avenida principal y se encendió un cigarrillo mientras se apoyaba en la moto.

Aún el toque de queda estaba en vigor. Quedaban aún muchas horas para que los temerosos súbditos saliesen de sus casas y empezase la rutina de una ciudad viva a la que obligaban morir por la noche.

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