Cogió las pulseras y collares que la
mujer depositó debajo de la ventanilla. El dependiente cogió las
joyas con cuidado y las observó minuciosamente. Después puso sobre
un peso todo aquello. En total eran diez gramos de
oro.
—Ten en cuenta que este oro no es
muy bueno y parte de él es plata bañada—Mintió, consciente de ello, pero que le obligaban decir. —, así que como mucho te
puedo dar cien euros.
La mujer se quedó cabizbaja, pensando
en qué hacer. Ya no era sólo por el valor económico que realmente tuviesen
esas joyas, sino porque también tenían un valor sentimental muy grande. El
anillo de casada de su madre, una pulsera de su hija de bebé donde
quedaba grabado sobre el oro unas letras que componían el nombre
“Clara”, un collar que su abuela en vida le regaló o su propio
anillo de casada, que aunque su matrimonio con su marido hacía mucho
que se fue a pique, para ella siempre guardaría buenos recuerdos que
vivió con ese hombre que un día amó.
—Vale, dámelo… —Contestó sin
pensarlo más. No podía hacer otra cosa. Con sólo ver la cara del
hombre sabía que se trataba de un timo. Necesitaba ese dinero. Era
una humilde limpiadora venida a menos. Siempre le costó todo más
que al resto.
Limpiaba y planchaba en casas de gente
que se podía permitir tener a alguien que le hiciese la colada. Por
desgracia, todo era una funesta farsa. Ellos no podían permitirse
todo a lo que anteriormente accedieron. El todoterreno, el chalet en
las periferias, el apartamento en la playa y los cruceros por el
mediterráneo eran tan sólo bienes virtuales que hipotecas y
créditos rápidos, de aquellos que anunciaban ser pagables en cómodas cuotas, les habían permitido.
Un día todo el sueño se fue a pique.
Los pagos se amontonaban y los bancos dejaron de ser sus amigos para
convertirse en su peor pesadilla. Se quedaron sin trabajo, sus
negocios iban de mal en peor o les rebajaban los sueldos. De todo lo
que tenían, sólo se podían deshacer de lo único de lo que podían: La asistenta.
Primero fue una familia, después otra,
hasta que su número de clientes se quedó en cero. Como casi todas
las ‘chachas’ no tenía ningún tipo de contrato, la relación
empresario-trabajador no constaba en ninguna parte y todo el dinero
que ganaba estaba limpio, sin impuestos, era totalmente en negro. Por
ello, ella no cobraba ningún tipo de prestación por desempleo. A lo
único que podía acceder era a un mísero subsidio de
cuatrocientos euros, pero ni la deshumanizada burocracia le concedió
éso.
A su hija adolescente la tuvo que
desproveer de todos los caprichos que ella le había podido conceder
con la fuerza de su trabajo a lo largo de los años. Al
principio no lo entendía, hasta que se dio cuenta de la crudeza de
la situación cuando vio a su madre romper a llorar un día en su
habitación frente un montón de facturas, mientras ella se encontraba apenada y
avergonzada por la actitud arrogante que había tenido con ella.
Intentaba estirar como podía la
minúscula pensión de trescientos euros que le daba su ex-marido. Por
suerte la casa era de su propiedad y no le debía nada al banco. Mas
las facturas del agua y la luz seguían viniendo y las constantes
subidas de precio de estos bienes básicos la ahogaban más incluso
de lo que ya estaba. Tenía unos pequeños ahorros y tiraba con ellos
para poder de una manera un poco más holgada, si es que se podía.
El frigorífico de su casa, aunque ya
guardaba pocos alimentos, estaba desde hace un tiempo enfriando menos
y el motor trabajaba ya a marchas forzadas. No tardó en estropearse.
Tuvo que ir corriendo a comprar otro. Casi se marea al
ver el precio de éstos. No le quedaba otra, ya tenía que gastarse
un sufrido dinero en la comida como para dejar que se estropease.
Será una inversión a largo plazo, pensó.
El refrigerador se comió sus ahorros y
el dinero de la pensión. No le quedaba nada.
Qué paradoja, se había gastado dinero
en una nevera que no era capaz de llenar. No le quedaba otra vía, pero no
les quedaba comida y aún eran mediados de mes. Faltaba mucho para que
el odiado padre de su hija les pasase el dinero tan necesitado. Le
podría pedir algo prestado. A él no le importaría, pero no quería
rebajarse. No quería que aquel que un día echó de su casa creyese
que ahora le necesitaba. Así que comiéndose su orgullo y mirando a
los lados para que evitar que nadie la viese, entró al Compro Oro
de su barrio con las alhajas de su familia. Aquella familia de ya
sólo dos miembros a la que daría de comer de cualquier manera.
—Dame tu DNI— Le dijo el cajero con
asco. Era un niñato probablemente sin estudios al que le habían
enseñado cuatro cosas y que se creía más que la gente que allí
iba, aunque él no hubiese logrado nada en su vida y cobrase el
salario mínimo.
Le pasó por debajo del cristal que los
separaba su carné de identidad.
—Vale, ya está todo—Le pone por
debajo dos billetes de cincuenta y su DNI de vuelta.
Le podrían haber dado más dinero en
otro sitio, pero no quería pasar a un lugar igual y pasar otra
terrible situación como la que había acabado de pasar. Se sentía como si la
hubiesen destripado.
Salió del local con los ojos llorosos
intentando parar unas lágrimas que expresaban el dolor de alguien que
sin haber hecho nada a nadie, la vida la estaba machacando a cada
instante. Sólo deseaba que viniesen momentos mejores y que nunca
tuviese que volver a vivir el mal sueño de ahora.
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