lunes, 4 de marzo de 2013

Otra dimensión.

Abrió la puerta y de repente todo cambió. Llegó a otra dimensión, desconocida por él y todos los habitantes de su mundo. Allí la hierba era morada, los árboles dorados y había pequeños colibríes con alas de águila enormemente desproporcionadas con su menudo cuerpo, pero infinitamente bellas. En ese lugar estaba viendo cosas tan extrañas que tuvo que frotarse varias veces los ojos para creérselo. Veía hadas recolectoras de chocolate riendo y contándose chismes de todo aquel que conociesen, a faunos bebiendo tequila en una barra atendida por un unicornio, murciélagos de neón, diablillos saltando a la comba y otros seres peculiares, pero no veía nada parecido a un humano y tras horas caminando por aquel campo fantástico, se sintió muy solo.


Al cabo de un rato paseando, vio a unos cervatillos y una casa de estilo victoriano al otro lado de un río de sirope de caramelo. Quería cruzarlo y llegar a la casa donde esperaba encontrar a alguna persona, pero no había ningún puente por donde cruzar. Fue entonces cuando vio a un rechoncho terrón de azúcar con sombrero, corbata y maletín de ejecutivo llegando hasta una plata de tallo rojo, hojas verdes y pétalos azules.
—Muy buenos días. —Le dijo el azucarillo a la gran flor. Fue entonces cuando el vegetal sacó una mandíbula y devoró con ansia al terrón.
Él, que se mostraba como un sigiloso observador de la escena, se quedó pasmado y aterrorizado por el atroz espectáculo que se acababa de acontecer. Para su sorpresa, al cabo de unos segundos vio en la otra orilla el mismo terroncito era escupido por una planta de la misma especie que la que le había engullido. Tras eso, como si nada hubiera pasado, el afable ser se fue caminando alegremente.


Mientras tanto, nuestro protagonista tardó en comprender qué había sucedido hasta que llegó a la conclusión de que la planta no se lo había comido, sino que tan sólo le había tragado para trasladarle hacia la otra orilla. Fue corriendo a presentarse frente a ésta. – ¡Muy buenos días!—Le dijo a la flor con gran frescura en su voz, repitiendo las mismas palabras del terrón como si se tratasen de una clave.
Miró al muchacho de arriba abajo, contestando con indiferencia a su saludo. –Me pareces poco apetitoso, mucha carne, pero poco merengue, así que haz algo para mejorar tu dulzura si quieres que te deguste. —Sus palabras le indignaron, pero se contuvo y se quedó con las ganas de llamarle hierbajo.
Pensó en pasar el río a nado, pero el espeso sirope le podría hundir como si fuese una galleta en un baso de leche. Para su suerte, atisbó a pocos metros a unos graciosos cerdos revolcándose en un barrizal de mermelada de frambuesa.
–¿Qué hay más dulce que la mermelada?—Dialogó el muchacho para sus adentros, convencido de que había encontrado el “merengue” que le faltaba. Por lo que fue donde estaban los puercos y se revolcó sobre ella.

Cuando vio que ya todo su cuerpo estaba pegajoso y desprendía un apetitoso aroma a frambuesa perceptible a kilómetros, volvió a presentarse frente la planta. – ¿Ya soy apetecible para ti o no?—Le dijo con cierto aire burlesco y ésta le devoró sin mediar palabra. A través de una especie de tuberías formadas por raíces que se abrían en su camino con múltiples subidas y bajadas como si de una montaña rusa se tratase, atravesó por debajo de la tierra el río hasta que fue vomitado por el otro ser. 


Ya estaba donde quería, pero por fortuna, limpio de nuevo, la flor se quedó con toda su parte dulzona de mermelada y estaba ahora más limpio que incluso antes.
Vio que la casa que había avistado no era un simple hogar, sino toda una mansión señorial con grandes ventanales disueltos por la fachada y un gran portón. El edificio le imponía, pero su soledad era tal que no le importaba ni encontrarse al mismísimo Satán tras esas puertas si éste le daba conversación.
Se atrevió a pasar y le sorprendió lo que vió: Grandes estanterías cubiertas por innumerables libros, más grandes o más pequeños, pero que escalaban hasta los más altos techos de la sala, y una alta escalinata que terminaba en una puerta.


De repente, apareció un extraño sapo con un ropaje propio de un sirviente de alguna corte medieval. Se puso recto y dijo en alta voz –Manténgase en pie y dé la bienvenida al Gran conde, Marqués de la armonía y Caballero real, su majestad, el príncipe—Entonces se abrió la puerta y aparecieron unas ninfas tocando una hermosa melodía bajando las escalinatas y custodiando a un bello joven de cabellos castaños y ojos dorados como el bronce. No podía ser otro que no fuese el príncipe que el anfibio sirviente nombró.
Éste se dirigió ante el chico, provocando que su corazón palpitase cada vez más rápido y fuerte. Era tan bello, que no encontraba una palabra para describirlo que estuviese a su nivel.
–Le doy la bienvenida a mi palacio. Espero que su estancia por estas tierras haya sido de su agrado hasta el momento—Expresó con una voz casi orquestal, limpia y profundamente seductora con una sonrisa digna de un noble. – Sí, lo ha sido. Mu-muchas gracias—Contestó sin poder parar de titubear, tenía los nervios a flor de piel. Nunca había estado delante de un príncipe, ni tampoco ante nadie tan atractivo ¿Cómo debía actuar? ¿Qué tendría que decir? Había olvidado hasta su nombre, pero tenía aún muchas preguntas que hacer acerca de aquel lugar.


De repente el príncipe se rió –Por favor, vuestra merced no ha de sentirse abochornado, quien debe sentirse así es mi persona. No sabe cuánto esperaba este momento de poder verle por fin—De repente la cara del receptor cambió de vergüenza a extrañeza. – ¿Cómo que me esperabas? ¿Quién eres y qué quieres de mí?—Soltó con enfado, pensando de que se trataba de una broma horrenda con malvadas intenciones. – No, por favor, no me malinterprete—Contestó dolido por cómo le había respondido el muchacho—Mis intenciones con vos no son malas ni mucho menos. Verá todos estos libros que puede ver aquí han servido para lo mismo. – ¿Para qué?—Le inquirí. – Pues verá, todos tratan acerca de usted, cómo sería, cómo nacería, qué sentiría, qué música le gustaría... Todo ésto es la mayor investigación que se ha ideado en el universo. He estado miles de años buscándole y tras múltiples divagaciones sé con total seguridad que usted es aquel hombre perfecto al que amaré y reinará conmigo justamente este mundo.


Se quedó paralizado sin saber qué decir, pero el príncipe al ver su cara volvió a hablar, intentando no tensar el momento. – No, por favor, no me malinterprete. Desearía que se casase conmigo porque todo lo que he visto, leído y me han vaticinado es que nuestro amor será más fuerte que el de todas las galaxias juntas, pero ese momento tan idílico sucederá cuando vos se enamore de mí tanto como yo estoy de usted. Por ello, le invito a que se quede en mis estancias y que nos vayamos conociendo con plena cortesía si usted lo desea, sino llamaré a un carruaje para que le lleve ahora mismo a su mundo—El joven divagó durante un momento, pero finalmente contestó. – No hará falta que llame al carruaje. Hay algo que me atrae a su majestad de una manera muy especial y quiero ver si ésto es real. – Bien, pues bienvenido a mi casa, la cual será también su casa a partir de ahora. – Contestó con una amplia sonrisa de satisfacción.

Los días pasaban entre los dos bastante rápido. Todos los estudios del príncipe dieron con la verdadera solución: Ese joven hombre sería su príncipe consorte. Un día, el monarca le llevó a viajar por las nubes con su pegaso azul tal y como hacían otros muchos días. Su acompañante se agarraba fuertemente a su cintura, notando su firme y marcado torso. En esta ocasión le llevó a un islote que había entre las nubes. Allí el noble, nervioso, le pidió matrimonio. Él le dijo que sí y se abalanzó para besarle, se acababa de convertirse en el espíritu más lleno de vida de todo el universo.


Tras unas horas allí, montaron sobre su pegaso hacia palacio. Los dos en el viaje estuvieron muy felices. El príncipe cada poco giraba la cabeza para besar a su amado. Todo marchaba perfecto, pero de pronto comenzó una tormenta. Los rayos ,junto a la lluvia, no tardaron en poner nervioso al pegaso, el cual se puso en pie sobre él aire.
El príncipe logró no soltarse de las riendas, pero su prometido cayó, aunque rápidamente el jinete le cogió de la mano.

- ¡No te sueltes por favor!—Le dijo con lágrimas en los ojos, temiendo por la vida de su amante. – Mi vida suéltame, sino tú también caerás—Le dijo triste y melancólicamente. – ¡No, nunca! ¡No lo haré! ¡Te quiero!—Lo cierto es que en estos segundos, el príncipe al aguantar el peso de su cuerpo cada vez estaba menos agarrado a las cuerdas del nervioso equino. Su amado no lo dudó, cogió la espada que llevaba entre sus ropajes y se cortó con un corte limpio y sus últimas fuerzas su brazo, separándose por siempre del príncipe que una vez le dió todo.


Entonces dió un salto de la cama, ahogado en sudor y lágrimas. Fue corriendo al baño a lavarse y allí lloró durante horas y horas. Nada había sido real, sólo fue un efímero sueño sin sentido que le había hecho daño en lo más profundo de su corazón. Su hombre de sangre azul sólo era imaginación y ahora se pregunta qué hubiese sido mejor, haber muerto en el sueño o estar muerto ahora en su cruda y real vida.

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