martes, 9 de abril de 2013

1936, un día después


Un café del centro, de aquellos en los que la gente con dinero se tomaba un carajillo o un café mientras  gozaban de una buena conversación. Era fácil ver a ilustres personajes de la vida pública dentro de aquel lugar. Estaba cercano al congreso y a veces se veía algunos políticos como Azaña o Alcalá Zamora. Hoy estaba bastante más vacío que en cualquier otra ocasión. Podía deberse por el calor asfixiante de Madrid a principios de Julio que inundaba cada año o que la gente prefería irse a tomar una bebida bien fresca en una terraza, pero no. El motivo del vacío de los locales y el revuelo en las calles se debía a una noticia llegada desde África.

El ejército se había sublevado en Melilla. Un tal general Mola había ordenado ocupar por la fuerza la ciudad. Era oficial, habían dado un golpe de estado.

Sólo había allí, a parte del camarero, un hombre con sotana, que bebía una copa de vino mientras que parecía que esperaba a alguien. De pronto entró otro por la puerta de una manera agitada. Llevaba un traje gris con coderas y la corbata desabrochada. Se dirigió a la mesa donde , tal y como parecía, le estaban esperando.

—Ya creía que no ibas a venir—Tenía cierto rintintín en su voz. Molesto por la tardanza.

—Sí, lo siento las calles están llenas de gente, es muy difícil avanzar—Se acaba sentando y pide al metre que le traiga un whisky, mientras saca de un pequeño estuche de plata un cigarrillo—. Ya sabías lo que ha pasado, ¿verdad?

—Claro. Lo raro es no saberlo, sale en todos los periódicos. No hay otro tema de conversación.

—No me refería a que si te habías enterado ahora, me refiero a si ya los sabías de antes—Le dijo mirando fijamente a sus ojos.

—No sé de qué me hablas—Contestó ofendido—. Soy un humilde cura de una parroquia de Fuencarral, no debo por qué saber esas cosas.

—Un humilde cura que tiene una silla permanente en la mesa del obispado—Recuerda con tono acusador— y tanto tú como yo sabemos  ,que aunque aún no se han pronunciando, tu institución está  a favor del golpe.

Jorge, que era como se llamaba el cura se quedó cabizbajo, pensante de una respuesta lógica que pudiese derribar lo que el otro creía. Finalmente miró hacia los lados y empezó a hablar entre susurros.

—Vale sí, lo sabía. Lo sabíamos todos, fue comunicado hace unos meses en una reunión en la que vino un general a una de las reuniones, un tal Francisco.

—¿Francisco Franco?—Preguntó con aires de interés.

—Sí creo que se llamaba así, me acuerdo de que tenía acento gallego—Entonces cayó en que a lo mejor estaba hablando demasiado—. Un momento… ¿Por qué quieres saber eso Daniel?

—¿Que por qué lo quiero saber?—Se enfadó y elevó el volumen en contraposición del nivel de voz que su interlocutor utilizó en todo momento—Te recuerdo que soy diputado socialista y para colmo formo parte del gobierno. Quiero saber lo máximo posible.

—Así que tus líderes os han dado la voz de aviso….

—No, para nada. Ellos creen que podrán parar el golpe fácilmente, pero yo no estoy tan seguro. Y menos cuando me has dicho que Franco habló con vosotros.

Jorge mostró una tímida sonrisa en su rostro. Daniel no estaba seguro a qué se debía aquella mueca.

—A mí me pareció un buen hombre. Muy correcto a mi parecer—Le rebatió mientras esa extraña sonrisa permanecía exacta.

—Ese hombre es un maldito desgraciado. Llevaba el cuartel de Zaragoza y cuando la república decidió cerrarla al parecer no se lo tomó bastante bien….

—Pues ese maldito desgraciado os está dando una buena en Melilla hoy y seguro que mañana ya se han hecho con todas las colonias—Dejó el cuidado en sus palabras para poner sobre el asador todo lo que pensaba.

—¿Tú también estás a favor del golpe?—El camarero se asustó dando un salto. A partir de eso momento no hubo más que gritos—¿¡No ves que va a morir gente?

—Vaya, ahora la gente es algo que importa. ¿Qué pasa que cuando tus amigos los anarquistas nos mataban a los curas y las monjas las muertes no importaban? ¿Por qué la república no hizo nada? ¿O es que acaso nosotros no somos personas?

—Sabes que cuando pasó éso la república no tenía apenas poder—Enrabiado le contestó apretando los dientes que parecía que se iban a estallar en cualquier momento—. La república ha mirado por el pueblo y ha puesto escuelas y llevado la educación donde antes no la había.

—Ésa es otra, encima nos ha echado de nuestros colegios. ¿Ahora cómo los niños van a conocer la palabra del Señor si sólo se les enseña herejías?

—¡No se les enseña herejías! Se les enseña matemáticas, ciencia, literatura, historia… cosas realmente útiles y no mitos de un tal Dios que nadie ha visto.

Jorge se quedó callado. Estaba dolido por lo que había dicho, se acababa de meter con sus creencias más profundas, por aquellas con las que se ha casado de por vida.

—Lo siento de verdad—Daniel intentó suavizar lo que había dicho. Sabía que se había sobrepasado con las palabras—, lo siento mucho… Me conoces, sabes que respeto cualquier fe, aunque no crea en ello.

—Tranquilo—Estaba molesto, pero intentaba ser comprensivo—. Han cambiado mucho las cosas desde que éramos niños...

—Demasiadas…—Afirmó fijando su vista a su copa de whisky—No sé qué será de nosotros, ni si podremos volver a vernos…

El silencio se adueñó del bar. El camarero, aún en alerta, estaba más calmado y empezó a limpiar la barra con un trapo un tanto mohoso. Los dos hombres parecían dos muchachos enfadados que acababan de hacer las paces. Se sentían arrepentidos por estar así cuando en otros tiempos habían sido mejores amigos.

—Daniel…—Empezó a hablar el cura con carácter conciliador— Tienen demasiados apoyos. Sé que no será de un día a otro lo que tardarán en hacerse con el país, pero la lucha será cruenta y me juego el cuello a que Madrid dentro de poco se formará un polvorín.

—¿Cómo puedes estar seguro de que todo vaya a ir así?

—Los dos sabemos que la república tiene a la mayoría del pueblo a su lado, pero una minoría poderosa, en la que me incluyo, queremos que se acabe cuanto antes… Ya sé que crees que esa minoría no acabará tumbando a todo un estado, pero yo no estaría tan seguro.

—No sé qué pensar—Negaba con la cabeza mientras cerraba profundamente sus ojos—, la situación es horrorosa y no se vaticina buena.

—Sólo te pido una cosa—Continuó Jorge—, si las cosas se ponen feas vete del país. Prométeme que si el bando nacional llega a Madrid, te irás a Francia, a Sudamérica o   a dónde quieras, pero por favor no te quedes aquí…

—No puedo irme, tengo que luchar por mi pueblo, ellos me han elegido. Sería escupir sobre mis ideales.

—¡Te matarán!

La advertencia resonó en la sala y en la cabeza de Daniel retumbó la idea de su muerte. Los seres humanos no podemos temer a algo más que no sea el fin de nuestra existencia y aún más cuando no creemos en la existencia de algo más. Pero aún así intentó quitarle el hierro al asunto.

—Pues si me matan, dile a San Pedro que me meta en el cielo, que aunque sea un rojo de mierda, mi madre era una devota católica que su fe al menos valía por dos.

Jorge se empezó a reír, aunque lo que hubiese dicho fuese una barbaridad y  tal vez una ofensa según quién lo escuchase.

—Siempre tan convencido de todo, ¿Nunca cambiarás verdad?

—Ya sabes que no…—Dijo con una sonrisa.

Acabaron el encuentro riendo y recordando viejos tiempos. Aquellos en los que ambos eran muy buenos amigos. Pero la entrada de Jorge al seminario y la afiliación de Daniel a las juventudes socialistas fueron el inicio de la separación de aquellos dos viejos amigos.
Ya no sabía qué pasaría en el futuro, ni se verían alguna otra vez o si una guerra feroz les acabaría separando, pero nada importaba, mañana sería otro día y ya habría tiempo para enfrentarse a la situación.

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