La gente se suele quejar porque les ha
salido mal un examen, le han bajado el sueldo o no han llegado a la
cita que tenían con su pareja, pero todo esto son pequeños asuntos
que poco o nada tienen de importante. Al menos, eso he pensado cada
vez que he sido negativo y me he preguntado por qué he tenido que
nacer así.
Cuando nací, mis padres se colmaron de
alegría y me llamaron Carlos. Era su primer hijo y esperaron con
ansia mi nacimiento, fui toda una alegría para mi familia. La
felicidad se prolongó hasta dos semanas después de mi llegada al
mundo cuando mis padres, ya extrañados de que no hubiese abierto aún
los ojos, llamaron al doctor. El doctor cuando me examinó, intentó
abrirme los ojos y cuando finalmente lo logró, pasó sobre ellos una
pequeña luz. No era capaz de seguirla. Mientras que la luz pasaba
sobre mis ojos, ellos ni se inmutaron. El médico con cara de
angustia y compasión le contó a mis padres su diagnóstico: Era
ciego. Tras escucharle, mi madre rompió a llorar y mi padre,
paralizado, la abrazó, intentando darle unos ánimos que él no
tenía.

Otro profesor al que siempre he
recordado es a Don Francisco, mi profesor de literatura, un hombre
de unos treinta años aunque con un espíritu de adolescente. Un día
me vio cómo les recitaba en el patio a mis compañeros los versos
que Don Juan le versaba a Doña Inés para enamorarla. Desde ese
momento me cogió un cariño especial e insistió para que la
asignatura de literatura, una de las otras tantas que me daba Don
Isidro, me la empezase a impartir él junto al resto de mis
compañeros de clase. Había visto mi curiosidad por las letras y la
quería explotar al máximo y no iba a permitir que mi ceguera me
impidiese a ello.
En las primeras clases ya vio que no
sentía curiosidad por la literatura, sino pasión. Las primeras
lecciones con él fueron acerca del romanticismo, que para mí era mi
particular Edad de Oro. No solo por el Don Juan Tenorio de Zorrilla,
sino también por otras obras como las tiernas rimas de Bécquer o la
apasionada Canción del pirata de Espronceda.
Don Francisco, al ver todo lo que
participaba en clase y mi afán por aprender ese arte que la mayoría
de las veces no podía leer, sino tan solo escuchar, movió mar y
tierra para conseguirme libros escritos en braille. Leí a lo largo
de los años muchas obras de los grandes autores de la lengua
española. Devoré libros pasando mis dedos por sus páginas,
disfrutando, riendo e incluso llorando con ellos.
Un día Don Francisco me trajo uno de
esos libros que la gente no podía leer, pero muchos tenían
escondidos en su casa. No sé cómo lo consiguió ni de donde, pero
me lo trajo en un braille perfecto. El libro en cuestión era San
Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno. Me sorprendió
gratamente la lectura y su argumento de cómo un cura no creyente
guiaba a los feligreses del pueblo donde vivía, ya que creía que
los habitantes de éste necesitaban tener la fe de un ser superior
para poder sobrellevar su vida. Don Francisco me regaló varios de
esos libros, cuya fuente que se los proporcionaba en lenguaje de
ciego nunca me la dio a conocer. Aunque todos esos libros eran
sublimes, el primero de ellos que leí siguió siendo mi favorito.
Cuando empecé a leer esos escritos de los intelectuales exiliados o
eliminados por la guerra ya tenía quince años.
Quizás sería ésta unas de las edades
que más me marcó. Fue en mi decimoquinto año de vida cuando tuve
mis primeras experiencias sexuales. Fue algo extraño, nada parecido
a lo moralmente considerado correcto durante ese tiempo. Mi mejor
amigo se llamaba Jaime, un chico de piel suave y delicado cuerpo, con
el que un día empezando con un juego acabamos besándonos. Ese beso
no se quedó en un mero gesto de afecto y pasó a más hasta que
finalmente hicimos el amor. Nos acostamos muchas veces, abrazándonos,
tocándonos y disfrutando de nuestros desnudos cuerpos. Nos lo
pasábamos muy bien y ciertamente éramos perfectos el uno para el
otro, pero no vivíamos buenos tiempos para nuestra pasión. No nos
dijimos nunca verbalmente lo que sentíamos, pero nuestras caricias,
el sentir de su pecho sobre el mío y la manera de hablarnos
mostraban que nos queríamos hasta decir basta.
Al final dejamos de vernos por el bien
de los dos. Yo sabía distinguir perfectamente entre lo que era una
discapacidad y qué no: mi ceguera es una discapacidad, pero no lo es
la homosexualidad, ni mucho menos es una enfermedad. Por desgracia en
aquellos tiempos el hecho de ser homosexual era igual a enfermo y
pecaminoso. A lo largo de mi vida no volví a tener relaciones
sexuales ni sentimientos íntimos con hombres, ya fuese por la
vergüenza o por el miedo a que me pudiesen detener.
El tiempo fue acelerado y sin apenas
tomar respiración llegué a la facultad. Aunque mis padres no podían
permitirse que fuera a la universidad, gracias a mis buenas notas,
mis dominios de las letras y , en parte, por mi invidencia logré
una beca y dejé mi Soria natal para irme a estudiar a la Universidad
Central de Madrid. Tuve decidido desde un principio que lo que quería
estudiar era filología hispánica. La jugosa beca que me habían
concedido también añadía un servicio que me permitía pedir a una
imprenta todos los libros que necesitase a braille sin coste alguno
para mí.
Debido a que por primera vez en mi vida
podía leer cualquier cosa que quisiese, me apunté al club de poesía
de la universidad. Allí conocí a quien se convertiría en mi amor
de mi vida, Lucía. Desde la primera vez que la escuché recitar un
soneto de Garcilaso, su dulce y clara voz me enamoró. Desde ese
momento intenté entablar conversación con ella. No me fue difícil,
era una chica extrovertida y alegre. Ella me hacía sentir la alegría
y los colores cada segundo. Estuvimos varios años saliendo. A ella
no la importaba que no la viese porque la hacía notar que la veía
por dentro y la valoraba como persona. Tan enamorados estuvimos que
al final la pedí matrimonio. Me respondió que sí sin titubeo, pero
lo que más me costó fue convencer a su padre para que nos diese su
consentimiento. No estaba seguro de que un ciego pudiese mantener a
una familia, pero rápidamente cambió de idea cuando dos meses
después de la pedida de mano aprobé la cátedra en la universidad,
convirtiéndome en profesor de Literatura del romanticismo.
Finalmente nos casamos en una ceremonia
perfecta, donde pude escuchar hasta su sonrisa cuando llegó al altar
y también los lloros silenciosos, pero emotivos de mi madre, feliz
de que ese pequeño con tantos muros en su camino llegase a
superarlos y convertirse en un hombre. La noche de bodas marchó
genial, era nuestra primera vez, en mi caso mi primera vez con una
mujer.
Fue tan bien esa lujuriosa noche que
nueve nueve meses después nació nuestra primera hija, María, quien
por suerte nación sana con una vista de águila. Al igual que años
después nacería Daniel, ya nacido en democracia y que tendría toda
esa libertad que yo no tuve en mi vida, lo cual me alegraba y me
llenaba de esperanza. A mis dos hijos los eduqué para que no
fallasen como el resto de la gente y no viesen las cosas con sus
ojos, sino con el alma. Mi vida ha sido una perfecta delicia
viéndoles crecer, como nos presentaban sus primeras parejas de
adolescente y cómo poco a poco conseguían sus éxitos. Ahora somos
más de familia, mis hijos se casaron y nos regalaron el puesto de
abuelos a Lucía y a mí con cuatro maravillosos nietos.
A decir verdad, durante toda mi vida he
sentido la belleza, disfrutado la literatura, amado a un hombre y a
una mujer, enseñando valores a mis hijos y otras muchas cosas más.
Así que pensándolo mejor, no me vale para nada quejarme de mi
ceguera porque ella al fin y al cabo ha sido parte de mí y me ha
dado una vida envidiada por cualquiera en muchos aspectos, no
arrepintiéndome hoy, a mis setenta años, de nada y recordando con
cariño todo tipo de recuerdos.
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