miércoles, 20 de febrero de 2013

Cuatro sentidos.


La gente se suele quejar porque les ha salido mal un examen, le han bajado el sueldo o no han llegado a la cita que tenían con su pareja, pero todo esto son pequeños asuntos que poco o nada tienen de importante. Al menos, eso he pensado cada vez que he sido negativo y me he preguntado por qué he tenido que nacer así.

Cuando nací, mis padres se colmaron de alegría y me llamaron Carlos. Era su primer hijo y esperaron con ansia mi nacimiento, fui toda una alegría para mi familia. La felicidad se prolongó hasta dos semanas después de mi llegada al mundo cuando mis padres, ya extrañados de que no hubiese abierto aún los ojos, llamaron al doctor. El doctor cuando me examinó, intentó abrirme los ojos y cuando finalmente lo logró, pasó sobre ellos una pequeña luz. No era capaz de seguirla. Mientras que la luz pasaba sobre mis ojos, ellos ni se inmutaron. El médico con cara de angustia y compasión le contó a mis padres su diagnóstico: Era ciego. Tras escucharle, mi madre rompió a llorar y mi padre, paralizado, la abrazó, intentando darle unos ánimos que él no tenía.

Poco a poco fui creciendo en mi ciudad, Soria, y en la escuela conocí a muchos niños. Me hubiese gustado tener compañeras, pero se trataba de un colegio masculino. Aunque algunos se metían conmigo por mi ceguera, la mayoría de mis compañeros me ayudaban en todo lo que necesitaba. Por desgracia, en mi etapa escolar pasé muchas horas sólo con mi profesor Don Isidro, quien me ayudaba a dominar bien las asignaturas pese a mi discapacidad. Era un hombre muy afable que no hacía como el resto, que me trataban como a un ángel que no podía volar, sino que me trataba como alguien completamente “capacitado” e incluso muchas veces era duro conmigo. Posiblemente me trataba así porque su mujer también era invidente debido a un accidente de coche en el que sufrió daños irreversibles en ambas córneas. Tras su accidente, él, que ya era profesor del colegio, empezó a aprender braille junto a su mujer con la esperanza de que algún día llegase a su escuela algún chico con la misma incapacidad que su mujer y le pudiese ayudar en una ciudad tan pequeña como lo era Soria, donde la educación especial no estaba todavía muy desarrollada.

Otro profesor al que siempre he recordado es a Don Francisco, mi profesor de literatura, un hombre de unos treinta años aunque con un espíritu de adolescente. Un día me vio cómo les recitaba en el patio a mis compañeros los versos que Don Juan le versaba a Doña Inés para enamorarla. Desde ese momento me cogió un cariño especial e insistió para que la asignatura de literatura, una de las otras tantas que me daba Don Isidro, me la empezase a impartir él junto al resto de mis compañeros de clase. Había visto mi curiosidad por las letras y la quería explotar al máximo y no iba a permitir que mi ceguera me impidiese a ello.

En las primeras clases ya vio que no sentía curiosidad por la literatura, sino pasión. Las primeras lecciones con él fueron acerca del romanticismo, que para mí era mi particular Edad de Oro. No solo por el Don Juan Tenorio de Zorrilla, sino también por otras obras como las tiernas rimas de Bécquer o la apasionada Canción del pirata de Espronceda.
Don Francisco, al ver todo lo que participaba en clase y mi afán por aprender ese arte que la mayoría de las veces no podía leer, sino tan solo escuchar, movió mar y tierra para conseguirme libros escritos en braille. Leí a lo largo de los años muchas obras de los grandes autores de la lengua española. Devoré libros pasando mis dedos por sus páginas, disfrutando, riendo e incluso llorando con ellos.
Un día Don Francisco me trajo uno de esos libros que la gente no podía leer, pero muchos tenían escondidos en su casa. No sé cómo lo consiguió ni de donde, pero me lo trajo en un braille perfecto. El libro en cuestión era San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno. Me sorprendió gratamente la lectura y su argumento de cómo un cura no creyente guiaba a los feligreses del pueblo donde vivía, ya que creía que los habitantes de éste necesitaban tener la fe de un ser superior para poder sobrellevar su vida. Don Francisco me regaló varios de esos libros, cuya fuente que se los proporcionaba en lenguaje de ciego nunca me la dio a conocer. Aunque todos esos libros eran sublimes, el primero de ellos que leí siguió siendo mi favorito. Cuando empecé a leer esos escritos de los intelectuales exiliados o eliminados por la guerra ya tenía quince años.

Quizás sería ésta unas de las edades que más me marcó. Fue en mi decimoquinto año de vida cuando tuve mis primeras experiencias sexuales. Fue algo extraño, nada parecido a lo moralmente considerado correcto durante ese tiempo. Mi mejor amigo se llamaba Jaime, un chico de piel suave y delicado cuerpo, con el que un día empezando con un juego acabamos besándonos. Ese beso no se quedó en un mero gesto de afecto y pasó a más hasta que finalmente hicimos el amor. Nos acostamos muchas veces, abrazándonos, tocándonos y disfrutando de nuestros desnudos cuerpos. Nos lo pasábamos muy bien y ciertamente éramos perfectos el uno para el otro, pero no vivíamos buenos tiempos para nuestra pasión. No nos dijimos nunca verbalmente lo que sentíamos, pero nuestras caricias, el sentir de su pecho sobre el mío y la manera de hablarnos mostraban que nos queríamos hasta decir basta.

Al final dejamos de vernos por el bien de los dos. Yo sabía distinguir perfectamente entre lo que era una discapacidad y qué no: mi ceguera es una discapacidad, pero no lo es la homosexualidad, ni mucho menos es una enfermedad. Por desgracia en aquellos tiempos el hecho de ser homosexual era igual a enfermo y pecaminoso. A lo largo de mi vida no volví a tener relaciones sexuales ni sentimientos íntimos con hombres, ya fuese por la vergüenza o por el miedo a que me pudiesen detener.

El tiempo fue acelerado y sin apenas tomar respiración llegué a la facultad. Aunque mis padres no podían permitirse que fuera a la universidad, gracias a mis buenas notas, mis dominios de las letras y , en parte, por mi invidencia logré una beca y dejé mi Soria natal para irme a estudiar a la Universidad Central de Madrid. Tuve decidido desde un principio que lo que quería estudiar era filología hispánica. La jugosa beca que me habían concedido también añadía un servicio que me permitía pedir a una imprenta todos los libros que necesitase a braille sin coste alguno para mí.

Debido a que por primera vez en mi vida podía leer cualquier cosa que quisiese, me apunté al club de poesía de la universidad. Allí conocí a quien se convertiría en mi amor de mi vida, Lucía. Desde la primera vez que la escuché recitar un soneto de Garcilaso, su dulce y clara voz me enamoró. Desde ese momento intenté entablar conversación con ella. No me fue difícil, era una chica extrovertida y alegre. Ella me hacía sentir la alegría y los colores cada segundo. Estuvimos varios años saliendo. A ella no la importaba que no la viese porque la hacía notar que la veía por dentro y la valoraba como persona. Tan enamorados estuvimos que al final la pedí matrimonio. Me respondió que sí sin titubeo, pero lo que más me costó fue convencer a su padre para que nos diese su consentimiento. No estaba seguro de que un ciego pudiese mantener a una familia, pero rápidamente cambió de idea cuando dos meses después de la pedida de mano aprobé la cátedra en la universidad, convirtiéndome en profesor de Literatura del romanticismo.

Finalmente nos casamos en una ceremonia perfecta, donde pude escuchar hasta su sonrisa cuando llegó al altar y también los lloros silenciosos, pero emotivos de mi madre, feliz de que ese pequeño con tantos muros en su camino llegase a superarlos y convertirse en un hombre. La noche de bodas marchó genial, era nuestra primera vez, en mi caso mi primera vez con una mujer.
Fue tan bien esa lujuriosa noche que nueve nueve meses después nació nuestra primera hija, María, quien por suerte nación sana con una vista de águila. Al igual que años después nacería Daniel, ya nacido en democracia y que tendría toda esa libertad que yo no tuve en mi vida, lo cual me alegraba y me llenaba de esperanza. A mis dos hijos los eduqué para que no fallasen como el resto de la gente y no viesen las cosas con sus ojos, sino con el alma. Mi vida ha sido una perfecta delicia viéndoles crecer, como nos presentaban sus primeras parejas de adolescente y cómo poco a poco conseguían sus éxitos. Ahora somos más de familia, mis hijos se casaron y nos regalaron el puesto de abuelos a Lucía y a mí con cuatro maravillosos nietos.

A decir verdad, durante toda mi vida he sentido la belleza, disfrutado la literatura, amado a un hombre y a una mujer, enseñando valores a mis hijos y otras muchas cosas más. Así que pensándolo mejor, no me vale para nada quejarme de mi ceguera porque ella al fin y al cabo ha sido parte de mí y me ha dado una vida envidiada por cualquiera en muchos aspectos, no arrepintiéndome hoy, a mis setenta años, de nada y recordando con cariño todo tipo de recuerdos.

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