Reconozco que vi el debate dando cabezadas. Me pareció pesado desde el inicio del segundo bloque. Los candidatos se limitaron a pasar el trámite, intentando salir indemnes. La puesta en escena invitaba menos al careo que sí se dio en el anterior debate para las elecciones de diciembre. No hubo grandes conatos inesperados. En esta ocasión se notaba que los propios partidos políticos no habían dejado rienda suelta a los periodistas para organizar el debate. Todo estaba demasiado pautado y los discursos mitineros predominaron en un cara a cara que se convirtió en una sucesión de monólogos.
La novedad en este debate era la presencia de Mariano Rajoy. Pese a su alergia a aparecer en público, salvó los muebles en casi todas las ocasiones erigiéndose como el héroe nacional que había salvado el país tras la herencia recibida. No fue por méritos propios, sino por deméritos del resto. Pese a agarrarse a los datos económicos y sociales que le interesaba utilizar, no hubo ningún candidato que se atreviera a decirle que saliese a la calle para ver cómo es la verdadera situación del país. Tan solo en corrupción el candidato del Partido Popular estuvo más nervioso, especialmente frente a Albert Rivera.
El enganche dialéctico en materia de corrupción entre Rajoy y Sánchez evidenció de nuevo el poco trasfondo del discurso de los dos partidos clásicos. El candidato del PSOE se quedó en una posición de atasco desde el inicio del debate. Sus acusaciones reiteradas a Pablo Iglesias de no haber votado a favor de un gobierno del PSOE se convirtieron en repetitivas.
El candidato de Unidos Podemos no quiso entrar en el juego de Pedro Sánchez. Toda su estrategia se basaba en olvidarse de Sánchez y centrar sus ataques en el actual presidente del gobierno. Su objetivo era polarizar el debate entre una derecha liderada por el PP y una izquierda liderada por Podemos. Logró que la mayoría de sus ataques fueran hacia sus máximos enemigos ideológicos, PP y Ciudadanos.
Albert Rivera le hizo parte del trabajo contra Podemos a Mariano Rajoy. Sus ataques a Iglesias se basaron en comparar su programa electoral con Grecia y Venezuela. Se mostró altivo en todo momento frente al resto de los oponentes, salvo con Pedro Sánchez, con el que parecía haber pactado un acuerdo de respeto mutuo. Sus intervenciones denotaban una clara bajeza intelectual y no fue capaz de presentar sus propuestas de una manera convincente.
La cautela de los cuatro candidatos se sumó a la organización demasiado anticuada del debate electoral. El decorado parecía estar sacado de los ochenta, con unos atriles que parecían los paneles de mando de una nave espacial y una música de apertura estridente. La coordinación entre los tres moderadores resultó demasiado ineficiente. No unificaron criterios y en cada momento del debate se moderaba de manera distinta. Resultó inoperante que hubiera tres moderadores para solo cuatro intervinientes.
El debate se pareció demasiado a los debates del bipartidismo de los últimos cuarenta años. La institucionalización de los nuevos partidos ha hecho mella en el segundo debate a cuatro en la historia de la democracia y presentan la duda sobre si será posible recuperar la frescura del primero.
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