Ése era el caso de Alfredo Galilei, un escritor nunca venido abajo pues no había estado ni a medio camino de la cima. Fue una persona rica por culpa de una familia ahogada en dinero, tuvo lujos que en esa época eran inalcanzables para la mayoría de la gente.
Era un apasionado de la lectura y desde muy pequeño pasaba horas frente a los libros, devorándolos por páginas. Le gustaba todos los que cogía de la extensa biblioteca familiar cultivada durante años por su difunto abuelo, que al igual que él era un amante de la literatura, aunque tal afición se saltó una generación con su padre: Un hombre terco que sólo sabía de números y productividad, que no podía saber qué podía encontrar su hijo de interesante en aquellos trozos de papel.
Él, sin embargo, no dejaba de leer hasta que un día con diecisiete años comenzó a trabajar con su padre. El trabajo le parecía horrible pues su primer puesto fue como ayudante del capataz en la unidad de producción. Veía a gente echar muchísimas horas moldeando cerámica para que un cerdo de capataz les gritase y les tratase a patadas.
Le generó tal sufrimiento, pues los libros le habían otorgado la capacidad de meterse en el cuerpo de otros y de sentir como ellos, que ya ni leer le calmaba. Optó al final por escribir todo lo que vivía, su pasión por la lectura, el hostigamiento de los obreros en la empresa de su padre: Estaba escribiendo su propia novela.
Pudo durar un par de años teniendo como calmante la escritura, pero ya no sentía que pudiera aguantar mucho más en aquella situación. Reunió a sus padres y les explicó todo: No quería ser patrón, quería ser escritor.
Su padre intentó convencerle de que no lo hiciese y le amenazó con desheredarle. A él ya le daba igual, no quería nada más que salir de allí. Su padre ante la arrogancia de su hijo no dudó en echarle de casa al momento.
Alfredo, con una maleta con poca ropa hecha mientras escuchaba los gritos de su padre, se fue de allí. Fue a la estación y compró el siguiente billete para Madrid. Si quería ser escritor no veía mejor vía que no fuese yendo a la capital pues en aquella ciudad donde estaba los buenos tiempos para las letras se habían esfumado hacía mucho tiempo.
Al anochecer de aquel mismo día llegó a la estación de Atocha. Al salir de la estación se vio perdido en una urbe inmensa, de la que sabía tan sólo lo que había leído en bibliotecas. Coches por doquier, humo y carreteras atestadas. No era tal y como la literatura le había dado a conocer aquella ciudad, pero sabía que nada era tal y como lo iba a ver de día.
Tras numerosas indicaciones de los viandantes llegó a la pensión en la que se hospedaría. La calle donde estaba no parecía muy noble en ningún sentido. La vía estaba infectada por un olor entre orines y gasolina nada agradable y la mayoría de sus edificios no eran más que cuatro ladrillos mal sobrepuestos que no hacían otra función que no fuese la de arropar y dar cobijo a los hombres y mujeres que habían emigrado desde numerosas partes del país para dar una vida mejor a sus hijos.
Desde la mañana del día después, vio cómo era tan distinto aquel lugar. Al salir de su habitación de la pensión tras su primer día de sueño en Madrid, se dio cuenta de que allí no había tanto ser acomodado o bohemio como se pensaba encontrar: Había familias. Familias enteras de andaluces, extremeños o provincianos castellanos que vivían en tales situaciones que su situación de exiliado familiar le parecía una nimiedad.
En estrechas habitaciones familias con cinco hijos vivían juntos, apretujados y sin ninguna intimidad. Vivían como animales pues nadie hacía nada para que viviesen como humanos.
Al principio todas las personas la miraban con cierto recelo, era el único que vivía sólo en una habitación, pero con el tiempo le integraron dentro de la sociedad de solidaridad y empatía que habían formado entre todos los inmigrantes.
La primera semana no salió del barrio. Se entretenía viendo cómo pasaba allí la vida. Por la mañana los hombres iban a trabajar y también algunos niños y madres, aunque estas últimas las más escasas que se ocupaban de las tareas de sus casas, y los niños más afortunados podían permitirse ir a la escuela para aprender el alfabeto y los números malamente. Hasta la noche no estaban todas las familias juntas de nuevo. El núcleo industrial de la zona se basaba prácticamente en una fábrica ladrillera. Se preguntaba si allí tendrían a un capataz tan mísero como en la de su padre.
Uno de los días toda la gente se reunió para festejar a una santa del que se ocupaban de su culto por el sur, pese a no sentir todos la misma devoción por aquella virgen, todos, viniesen de donde viniesen, participaron en la fiesta cantando a la virgen, emocionándose y compartiendo los bailes tradicionales de sus lugares de origen. Alfredo se sentía profundamente dichoso de ver toda esa gente feliz y orgullosa, pese a tener múltiples baches que superar cada día.
Tras esa semana se decidió a ver el corazón de Madrid. Tras haber escrito en su libro cómo fue su pasado, ahora tocaba la parte feliz del libro, cuando en la capital el protagonista se convertiría en un escritor de renombre y conocería a la mujer con la que tendría un romance y acabaría siendo el amor de su vida.
Desafortunadamente lo que él creía que le gustaría, no le estaba gustando.
La calle Alcalá estaba completa de hombres con buen porte y de mujeres con grandes abrigos de bisón que les protegía muy bien del frío invierno, pero mientras ellos caminaban, en las esquinas había gente pidiendo sin abrigos tan deslumbrantes y pasando un frío inhumano. Personas que pedían limosnas y de vez en cuando salían corriendo cuando veían a lo lejos a algún policía franquista que no tendría ningún reparo de llevarle a la comisaría donde sus compañeros le darían una reprimenda a base de palos por el mero hecho de no tener casa y clamar por alguna moneda.
Le descolocó que nada le pareciese tal y como él creía que le tenía que parecer. Si veía una sociedad hipócrita no podía alabarla, pues éso sería simplemente someterse al régimen establecido, que hasta ese momento no había tenido la capacidad de percibir cómo realmente era.
Por la tarde volvió a la pensión. Su viaje de la mañana le había quitado la idea para acabar su libro. Cuando estaba ya allí tumbado sobre la cama le vino a la cabeza de lo que realmente debería escribir.
Había tenido todo el rato delante la riqueza de la vida, mucho más grande que la riqueza económica, y el poder de superación frente al despotismo y la felicidad de personas por el mero hecho de seguir el día a día.
A partir de ese momento Alfredo Galilei se dijo para sí que tenía que escribir de sus vecinos de barrio, de los obreros y los muchachos que le rodeaban. Pues el final daba igual como fuera, su escritura no podía valer para que cómodos burgueses como su familia se entretuvieran, sino para cambiar aquella autocracia llamada España.
Al anochecer de aquel mismo día llegó a la estación de Atocha. Al salir de la estación se vio perdido en una urbe inmensa, de la que sabía tan sólo lo que había leído en bibliotecas. Coches por doquier, humo y carreteras atestadas. No era tal y como la literatura le había dado a conocer aquella ciudad, pero sabía que nada era tal y como lo iba a ver de día.
Tras numerosas indicaciones de los viandantes llegó a la pensión en la que se hospedaría. La calle donde estaba no parecía muy noble en ningún sentido. La vía estaba infectada por un olor entre orines y gasolina nada agradable y la mayoría de sus edificios no eran más que cuatro ladrillos mal sobrepuestos que no hacían otra función que no fuese la de arropar y dar cobijo a los hombres y mujeres que habían emigrado desde numerosas partes del país para dar una vida mejor a sus hijos.
Desde la mañana del día después, vio cómo era tan distinto aquel lugar. Al salir de su habitación de la pensión tras su primer día de sueño en Madrid, se dio cuenta de que allí no había tanto ser acomodado o bohemio como se pensaba encontrar: Había familias. Familias enteras de andaluces, extremeños o provincianos castellanos que vivían en tales situaciones que su situación de exiliado familiar le parecía una nimiedad.
En estrechas habitaciones familias con cinco hijos vivían juntos, apretujados y sin ninguna intimidad. Vivían como animales pues nadie hacía nada para que viviesen como humanos.
Al principio todas las personas la miraban con cierto recelo, era el único que vivía sólo en una habitación, pero con el tiempo le integraron dentro de la sociedad de solidaridad y empatía que habían formado entre todos los inmigrantes.
La primera semana no salió del barrio. Se entretenía viendo cómo pasaba allí la vida. Por la mañana los hombres iban a trabajar y también algunos niños y madres, aunque estas últimas las más escasas que se ocupaban de las tareas de sus casas, y los niños más afortunados podían permitirse ir a la escuela para aprender el alfabeto y los números malamente. Hasta la noche no estaban todas las familias juntas de nuevo. El núcleo industrial de la zona se basaba prácticamente en una fábrica ladrillera. Se preguntaba si allí tendrían a un capataz tan mísero como en la de su padre.
Uno de los días toda la gente se reunió para festejar a una santa del que se ocupaban de su culto por el sur, pese a no sentir todos la misma devoción por aquella virgen, todos, viniesen de donde viniesen, participaron en la fiesta cantando a la virgen, emocionándose y compartiendo los bailes tradicionales de sus lugares de origen. Alfredo se sentía profundamente dichoso de ver toda esa gente feliz y orgullosa, pese a tener múltiples baches que superar cada día.
Tras esa semana se decidió a ver el corazón de Madrid. Tras haber escrito en su libro cómo fue su pasado, ahora tocaba la parte feliz del libro, cuando en la capital el protagonista se convertiría en un escritor de renombre y conocería a la mujer con la que tendría un romance y acabaría siendo el amor de su vida.
Desafortunadamente lo que él creía que le gustaría, no le estaba gustando.
La calle Alcalá estaba completa de hombres con buen porte y de mujeres con grandes abrigos de bisón que les protegía muy bien del frío invierno, pero mientras ellos caminaban, en las esquinas había gente pidiendo sin abrigos tan deslumbrantes y pasando un frío inhumano. Personas que pedían limosnas y de vez en cuando salían corriendo cuando veían a lo lejos a algún policía franquista que no tendría ningún reparo de llevarle a la comisaría donde sus compañeros le darían una reprimenda a base de palos por el mero hecho de no tener casa y clamar por alguna moneda.
Le descolocó que nada le pareciese tal y como él creía que le tenía que parecer. Si veía una sociedad hipócrita no podía alabarla, pues éso sería simplemente someterse al régimen establecido, que hasta ese momento no había tenido la capacidad de percibir cómo realmente era.
Por la tarde volvió a la pensión. Su viaje de la mañana le había quitado la idea para acabar su libro. Cuando estaba ya allí tumbado sobre la cama le vino a la cabeza de lo que realmente debería escribir.
Había tenido todo el rato delante la riqueza de la vida, mucho más grande que la riqueza económica, y el poder de superación frente al despotismo y la felicidad de personas por el mero hecho de seguir el día a día.
A partir de ese momento Alfredo Galilei se dijo para sí que tenía que escribir de sus vecinos de barrio, de los obreros y los muchachos que le rodeaban. Pues el final daba igual como fuera, su escritura no podía valer para que cómodos burgueses como su familia se entretuvieran, sino para cambiar aquella autocracia llamada España.
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